En una sociedad supuestamente liberada sexualmente nos encontramos con la paradoja de que dos de los baluartes de este nuevo siglo XXI se comportan y reproducen los mismos esquemas rancios y puritanos de nuestros abuelos a la hora de tratar el tema del sexo.
Facebook e Instagram, dos de los pilares que definen y modulan cultural, social y económicamente nuestra sociedad, que se erigen como creadores y revolucionarios de nuevos comportamientos y nuevas maneras de relacionarse toda la humanidad, se imbuyen de la verdad que toda religión posee para erigirse, como los sacerdotes de antaño, en el azote de la inmoralidad que, curiosamente, sigue siendo coto exclusivo de la mujer.
Parece como si las redes sociales tampoco perdonaran a Eva que tentara a Adán en el Paraíso.
La polémica ha resurgido cuando una pareja de islandeses publicaron una foto de ellos dos con el torso desnudo en Facebook y quién recibió los insultos fue ella por enseñar los pechos y no él.
En sus condiciones para hacerse usuarios de las dos plataformas, tanto Facebook ( que escribe “como forma para tratar de mantener un equilibrio entre las necesidades, la seguridad y los intereses de una comunidad diversa, podemos retirar determinado tipo de contenido sensible o bien limitar el público que puede verlo”) como Instagram, donde una persona menor de 13 años no puede ser miembro (que escribe y traduzco “no podrás subir fotos o contenidos violentos, desnudos, desnudos parciales, discriminatorios, ilegales, odiosos, pornográficos o sexualmente sugestivos”) transmiten a sus usuarios que son libres de compartir una foto del cumpleaños de su hijo pero que esos mismos usuarios no tienen la suficiente madurez para compartir una foto de una mujer con el torso desnudo.
Lo paradójico del asunto es que Facebook tiene como misión “dar a las personas la capacidad de compartir contenido y hacer del mundo un lugar más abierto y conectado” pero para que dichas personas se sientan seguras (uno se pregunta de qué) Facebook limita y censura contenidos, sin respetar la libertad de expresión del usuario, aunque proporcione “herramientas para evitar ver materiales de mal gusto o que puedan resultar ofensivos”.
Resulta que en la era de la más alta exaltación del yo, en su versión más egoísta y ególatra, y en la era de la democratización máxima de la información y el conocimiento, Facebook e Instagram no se fían ni de sus usuarios y nos quieren hacer creer que seguimos siendo unos niños, seguimos siendo unos ignorantes que vivimos en las tinieblas, y, por tanto, necesitamos de unos padres, de un Dios creador, que decida por nosotros qué está bien y qué está mal, siguiendo la tradición cristiana (tanto wasp como católica). Y lo mejor es que, al alentar este sentimiento de comunidad global y, a la vez, diversa acaban consiguiendo que el yo acabe pensando en no publicar determinado contenido para no herir a otro. Es decir, el yo se acaba alienando y, conscientemente, cree que es él quien decide no publicar un contenido en vez de darse cuenta que ha sido manipulado y despojado de sus más elementales condiciones humanas: la elección racional y el libre albedrío.
En esta sociedad tan conectada, en esta nueva gran comunidad, en la que todos debemos tener un perfil en Facebook, lanzar twitters cada día y tener una cuenta en Instagram resulta que se hace, cada vez más patente, la necesaria formación en humanidades y el fomento del espíritu crítico como base para el desarrollo intelectual y el progreso de nuestra sociedad. A la vista está que un mayor acceso a la información no garantiza un mayor conocimiento, tal y como se puede leer en los comentarios que defendían a Facebook por retirar de un perfil el cuadro titulado “El origen del mundo” de Gustave Coubert o los comentarios contra la obra de Balthus en la noticia “Púberes angelicales desnudas de Balthus”.
Porqué lo que subyace en toda esta lógica bien pensante y políticamente correcta es la perpetuación del rol femenino como miembro exclusivo y responsable del ámbito privado humano: la familia. El ser humano, que vive y trabaja en mundo en constante cambio, donde hemos hecho que reine la flexibilidad y la incertidumbre, necesita de seguridad (Facebook dice “queremos que estas personas se sientan seguras”) y sólo la institución universal que es la familia se la puede proporcionar. ¿Y quién, a través de la lógica de Facebook e Instagram, es el líder y el responsable exclusivo de la esfera privada? La respuesta es tan sencilla como antigua: la mujer. Este es el motivo por el que la mujer no se puede mostrar desnuda. No se puede consentir que el pilar que sustenta la seguridad de todos nosotros se comporte igual que en el ámbito público, donde valores como competitividad, flexibilidad, agresividad, audacia… rigen las relaciones de los hombres y mujeres que se masculinizan.
El mejor ejemplo lo encontramos en el siguiente diálogo de la magnífica película “Una terapia peligrosa”:
Billy Cristal: Bien ¿Qué pasó con su mujer anoche?
Robert de Niro: “No estaba con mi mujer. Estaba con una amiga.
BC: ¿Tiene problemas matrimoniales?
RN: No.
BC: Entonces ¿por qué tiene una amiga?
RN: ¿Vas a darme lecciones de moral?
BC: No, no, no, no. Sólo es por curiosidad. ¿Por qué tiene una amiga?
RN: Porque ella me hace cosas que no puede hacerme mi mujer.
BC: ¿Por qué no puede hacerlas su mujer?
RN: Oye. Su boca es la que da el beso de buenas noches a mis hijos. ¿Estás loco?
BC: De acuerdo.
Por eso ha sido tan edificante, intelectualmente hablando, la aparición del movimiento “#FreeTheNipple”. Porque nos recuerda qué es la liberación sexual. Porque nos recuerda que, en pleno siglo XXI, los hombres y las mujeres somos iguales. Porque permite a las vulgares Miley Cyrus, Kim Kardashian y demás famosillas del nuevo destape hacer un acto responsable y recordarle que el talento de una persona no se mide únicamente por los centímetros cuadrados de piel que enseñe. Porque este movimiento nos recuerda, por desgracia otra vez, que un derecho es muy difícil de conseguir y muy fácil de perder.