La bofetada al orden establecido, a lo normal, a lo convencional, a lo que se da por supuesto se ha puesto de moda. Primero fue el repartidor al youtuber Mr. Gran Bomba y ahora ha sido la facción de la CUP Endavant Osa n al Conseller de Salut de la Generalitat de Catalunya Toni Comín.
Las dos son bofetadas y, contextualizándolas muy bien sobretodo la primera, merecen todo el apoyo de la ciudadanía. Pero entre las dos hay una gran diferencia por mucho que se quiera meterlas en el mismo saco de la violencia. La del repartidor es violencia física y la del cartel de Endavant Osan no.
Las dos bofetadas son respuestas a provocaciones y mentiras, a las que también habría que considerar violencia ¿no? Ahora bien, mientras que a la acción del repartidor se le puede aplicar aquella famosa sentencia de Gandhi “ojo por ojo y el mundo se quedará ciego” a la bofetada de la CUP no porque, que nadie nos lleve a engaño teniendo en cuenta que ya llevamos unos cuantos, es una denuncia como lo puede ser un manifiesto, unas declaraciones…
Por eso es totalmente exagerada, desproporcionada, propia de las fácilmente escandalizables señoras de bien de la época victoriana o del catolicismo más rancio, la furibunda reacción puritana de los miembros del gobierno de la Generalitat y demás instituciones y tótems civiles como Pilar Rahola o Jordi Basté frente a un cartel político cuando se minimiza la rueda de prensa que convocó el 14/02/2017 la Fiscal Jefe de Barcelona para denunciar insultos directos (“Fascista, mierda, eres una mierda, vete de Catalunya, fuera”) a su persona cuando salía del TSJC.
Ya está bien de tanto integrismo democrático por parte de las instituciones públicas y gentilhombres que se otorgan la condición de garantes de la democracia por el simple hecho de repetir ese vocablo miles de veces.
En una sociedad donde internet ha facilitado el acceso a la información a toda la población, aumentado exponencialmente la capacidad de influencia del cuarto poder. En una sociedad en la que cada vez cuesta más elaborar conspiraciones por parte de los poderes fácticos debido a la transparencia y popularización de la información. El Poder ha encontrado, por fin, el mecanismo perfecto de control social para aplacar cualquier intento de protesta, denuncia de sus abusos, de luchar por sus derechos… por parte del vulgo: el lenguaje políticamente correcto.
Es un mecanismo perfecto porque, bajo la capa de progresismo, respeto y modernidad con la que se escuda, ejerce la peor de las censuras sobre los ciudadanos que, automáticamente, pasan a ser etiquetados como lo peor de la especie humana (fascista, antidemocrático, homófobo, xenófobo, machista…). Una mancha que no se va ni con los mejores argumentos razonados.
Un mecanismo que profundiza y ahonda en la infantilización de la sociedad al estigmatizar el debate, los matices, las ironías para acabar simplificando los discursos y erigiéndose en el caldo de cultivo del populismo y el pensamiento único; actitudes precisamente no muy democráticas.