Playa de Sant Sebastià, Barcelona. Concretamente el territorio que va desde el último edificio de viviendas de la Barceloneta hasta el Hotel W. 670 metros de playa en los que se reflejan todas las desigualdades del planeta Tierra.
Jóvenes de todas las nacionalidades occidentales usan servicios que ofrecen ciudadanos subsaharianos o africanos, en su mayoría en situación precaria o irregular, para refrescarse al sol. Jóvenes que los tratan, aunque no sean conscientes de ello, con el desprecio que conlleva los aires de superioridad occidental para comprar una lata de cerveza o una toalla enorme.
Decenas de lenguas que dejan de hablarse para concentrarse en la pantalla de un smartphone. Nos comunicamos con todo el mundo menos con el que tienes al lado; una persona con la que has ido a la playa aunque parezca que eso no importe mucho.
Gente de todas las tendencias sexuales, que no necesitan un Día del Orgullo Gay para normalizar su relación. En ese trozo de litoral ningún tipo de pareja destaca por encima del resto.
Jóvenes que fían sus datos personales y su privacidad a ese gran océano que es Internet pero que, a la hora de la verdad, para ir al baño confían su objeto más preciado a una anciana que, aparentemente, es una de las vecinas de toda la vida de la Barceloneta porque, inconscientemente, es la única que puede generar la verdadera confianza.
Playa de Sant Sebastià. 670 metros de arena por la que discurren y seguirán discurriendo todas miserias y las grandezas de la especie humana. Un espectáculo real y enriquecedor que sólo se puede apreciar en toda su magnitud si se pone una toalla, se estira en ella y, simplemente, se pone a observar lo que sucede delante.